Lo hablamos mejor: Lucía y la terapia

Lo más difícil en este mundo es adoptar la postura de un guerrero. De nada sirve estar triste, quejarse o decir que alguien nos está haciendo mal. Nadie está haciéndole nada a nadie, y mucho menos a un guerrero.
Hay muchas cosas que un guerrero puede hacer, llegado un determinado momento, que no podía hacer algunos años atrás. No fueron las cosas las que cambiaron: lo que cambió fue la idea que el guerrero tenía de sí mismo”. Carlos Castañeda.
No parecía el mismo parque, aunque pronto reparó en el magnolio que le cobijaba aquella tarde en que pidió el teléfono de la psicóloga a Elena. El árbol había florecido como ella, que también era como los magnolios de crecimiento lento. Todavía seguían allí el viejo banco y el arroyo artificial. Recordó a las palomas, que le acompañaron mientras realizaba esa llamada que cambió su vida a mejor. Alguna de ellas habrá muerto, como su dolor que se había ido lejos volando.
Sonriendo acarició a Naia, que le había acompañado estos meses de búsqueda. La perra, adivinando que iban a estar un buen rato en ese banco, se acomodó a sus pies y se adormiló. Hacía casi un año que fue a aquel refugio y adoptó a su compañera salvándose ambas mutuamente. Le llamó Naia, el dibujo en vascuence que se hace en los campos de hierba cuando sopla el viento. Y eso quería que fuera el paso de la gente por su vida, una amable visita, que acaricia pero no marca, nunca una honda cicatriz como casi pasó con Juan. Lucía había querido volver a ese rincón para hacer memoria, enumerar una por una las enseñanzas de su terapia y despedirse de Juan aunque no lo tuviera delante.
Durante estos largos meses de montaña rusa aprendió que ir a terapia no era lo que ella pensaba ni los demás le sugerían cuando comenzó con las sesiones. El psicólogo tampoco te dice lo que tienes que hacer, te ayuda a darte cuenta de lo que estás pensando, sintiendo y haciendo en el aquí y el ahora. Aprendió que a terapia no se iba solo a desahogarse, sino a trabajar en uno mismo, en la búsqueda de tus capacidades y habilidades, encontrando también nuevas herramientas para hacer las cosas de manera diferente.
Aprendió a desaprender algunos comportamientos dañinos, porque todos no es posible. A saber por qué reaccionaba ante ciertas cosas y personas y a girar. A observarse. Pero también aprendió a darle menos vueltas a las cosas y a actuar más.
Aprendió a analizar las situaciones haciéndose preguntas. ¿Me conviene de alguna manera el papel de víctima en esta historia? ¿He tenido cierta responsabilidad en este resultado? Aprendió que somos responsables de muchas de las cosas que nos pasan y que acusamos a la mala suerte, a un ente divino o incluso al azar. Nosotros hemos ido poniendo las piedras en el caminito para que esto suceda.
Aprendió a pedir sin servirse de la debilidad, porque entendió que en ocasiones la utilizamos como una forma de chantaje para que los demás nos saquen las castañas del fuego.
Aprendió a quejarse sin herir hablando desde el YO y dejando a un lado las descalificaciones del TÚ. Si explicaba al otro cómo se sentía en ciertas situaciones, no lastimaba con el insulto.
Aprendió que los demás no siempre adivinan cómo nos sentimos. Que es bueno adelantarse contando lo que necesitamos evitando así el enfado si el otro no tiene dotes adivinatorias.
Aprendió a estar menos pendiente de lo que hace el resto del mundo y fijarse más en lo que estaba haciendo ella. Al principio le parecía muy difícil, pero acabó cogiéndole el truquillo. Para reconducir su cabeza tenía una frase comodín: ”Lucííía, a tus cositas” Procuraba así cambiar el “¿qué estará haciendo Fulanito?”, por el “¿qué estoy haciendo yo”. Porque pronto entendió que estar siempre pendiente de lo que hacen o no hacen los demás es la excusa perfecta para no ocuparse de lo que se quiere o se debe hacer y uno no se atreve. No hay nada como culpar a los demás de que no nos salgan las cosas.
Aprendió a observar cómo se hablaba a sí misma, si era un lenguaje interior cariñoso y de ánimo que le daba fuerzas para hacer cosas o por el contrario era un lenguaje exigente y criticón. Aprendió a cambiar “los debería” por “los estaría bien” Aprendió a perdonarse a sí misma, a entenderse y a no darse tanta caña. Aprendió a jugar con “los depende” y a darle un hueco en su vida a “los relativos”.
Aprendió que existen miedos que se arrastran de generación en generación y que es necesario cortar esa cadena. Que muchas de nuestras creencias son verdades absolutas que mamamos de quienes nos cuidaron y que ahora es sano cuestionarlas. Todos necesitamos tomarnos un tiempo para entender cómo y dónde crecieron quienes nos cuidaron y quienes les cuidaron a ellos. Tal vez crecieron en un ambiente de desconfianza, de hambre y miedo. ¿Con qué frases hechas basadas en esta angustia convivimos de pequeños?
Aprendió a valorar y a perdonar a sus padres, a reconocerles que habían hecho lo que habían podido y sabido y a darles gracias por todo. Por lo que hicieron bien y por lo que no tanto. Todo llega, y todo sirve.
Aprendió que cumplir siempre las expectativas de los demás es una forma de esclavizarse y de caminar atado por el caminito que han trazado para ti. Tras entender esto poco a poco empezó a decir NO. Las primeras veces le costó un mundo, pero el alivio era tan grande que le servía de empujón para las siguientes veces.
Aprendió que la autoestima se va formando desde niños y que si hay carencias la buscamos en la aceptación ajena y cada vez queremos más porque ese vacío así no lo llenaremos nunca.
Aprendió a que es un juego peligroso poner tu valía en manos de la aceptación de los demás, porque quien no te ha reconocido de niño, es difícil que lo vaya a hacer más tarde. Puedes hacer malabares, puedes construirle castillos de oro blanco, puedes subir la montaña más alta. Seguirás yendo como la polilla hacia la luz y no conseguirás nada, solo más magulladura en cada intento.
Aprendió que las relaciones duran lo que duran, que todas tienen su fecha de caducidad y que nada es para siempre. Que nadie merece las migajas de otro. A partir de ahora trabajaría para tener una relación sana, entre iguales.
Aprendió que es un error intentar cambiar al otro, una cosa es negociar las cosas, intentar limar comportamientos, pero la esencia es la esencia. Cuantas batallas perdidas porque el otro se ajuste al molde que creamos para él.
Aprendió que todavía existe mucha presión para que una mujer no esté sola y no se salga de la senda “novio, marido, hijos”. Que somos las propias mujeres las que no dejamos que esto cambie. Aprendió a disfrutar de pequeñas parcelas de soledad elegida, donde cultivaba nuevas aficiones que no se le daban nada mal.
Aprendió que nunca es tarde para desempolvar una carrera que años atrás aprobó con nota y guardó en el armario de las chicas monas que se casan y no trabajan. Aprendió también que nunca es tarde para recuperar viejas amigas que aparcó a un ladito porque en su vida sólo había sitio para Juan.
Aprendió a desprenderse y soltar. Aprendió a despedirse. Por eso quiso volver al parque y buscar el arroyito.
Había guardado con delicadeza las cenizas en una cajita con forma de mariposa, y aunque quemó la carta la noche anterior, se acordaba una a una de sus palabras. Palabras que salieron solas sin necesidad de buscarlas, tiempo atrás, cuando salía revuelta de terapia y volvía a casa andando para masticarlo.
“Juanito, te escribo esta carta que nunca leerás. No es para ti, la necesito para mí, como una liberación. Necesito este ritual de despedida para cerrar tu puerta, abrir la mía y dejar pasar todo lo que está por venir. Quiero agradecerte cómo has hecho las cosas, si no me querías como había que quererme te doy las gracias por la decisión que tomaste. Sé que me has querido tanto como has podido y ahora sólo veo en ti a un hombre bueno que quiere ser feliz. Te mando luz y amor cada vez que me acuerdo de ti. Perdona si en su momento no lo pude ver.
Te alegrará saber que estoy bien, me ha costado salir de la tristeza pero estoy mejor que nunca. He asumido que no pudo ser, que no estuvo en mi mano, que tú decidiste irte y que todo está bien. He aprendido a estar sin ti y todo está en su sitio. Ya no me duelen las cosas que no van a pasar, porque por no ser esas van a ser otras. Espero contarte en persona que vuelvo a la universidad tras 20 años, porque como dice el tango es un soplo la vida y 20 años no es nada.
Por último decirte que podría inútilmente esperar una reconciliación, una segunda parte o tal vez un breve encuentro contigo en Madrid una noche de estas, pero dentro de mí sólo deseo que seas feliz de la manera que quieras. Que te dé mucho calor quien tú quieras que lo haga. Y que te cuides mucho”.
Lucía sacó las cenizas de la cajita, las repartió entre sus manos, tomó aire y sopló con fuerza. Las cenizas se posaron brevemente sobre el aire y pronto se disolvieron en el paisaje, formando parte de ese instante para siempre. Pensó en tirar también el anillo al agua, pero se lo volvió a guardar en el bolsillo. “Tampoco hay que exagerar, Lucía” pensó en voz alta. Despertó a la perra y echó un último vistazo. Era un rincón hermoso, había hecho bien. “Vamos Naia bonita, tenemos muchas cosas que hacer hoy”. Las dos guerreras salieron del parque andando con determinación, con la fuerza que da el coraje de haber superado un pasado doloroso y la esperanza de un futuro prometedor.
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